El placer de la mirada – Francois Truffaut

Capítulo del libro de Francois Truffaut llmado “El placer de la mirada”, que recopila escritos sobre cine y otras cuestiones de este director de cine, que fueron publicados a lo largo de los años en distintos medios de comunicación.

La adaptación literaria en el cine

Francois Truffaut

Oponer la fidelidad al texto y la fidelidad al espíritu me parece falsear los datos del problema de la adaptación, si es que lo hay.

No hay ninguna regla posible, cada caso es particular. Todos los golpes están permitidos excepto los bajos; en otras palabras, la traición del texto o del espíritu es tolerable si el cineasta sólo se interesa por una u otra y si ha conseguido hacer:
a) lo mismo;
b) lo mismo, pero mejor;
c) otra cosa mejor.

Son inadmisibles la insipidez, el empequeñecimiento y «edulcorar» el producto.

Los adaptadores franceses más famosos son Jean Aurenche y Pierre Bost, cuyos trabajos cinematográficos siempre acaban siendo éxitos comerciales; su crimen consiste simplemente en transformar las novelas adaptadas en obras de teatro mediante el hábil juego de las situaciones «equivalentes», del fortalecimiento de la construcción dramática y de la simplificación abusiva. Me sorprende que ningún director de teatro haya pensado que podría hacer fortuna confiando a Aurenche y Bost la adaptación de cualquier espectáculo puesto en escena, obras extranjeras o francesas, novelas clásicas o modernas,cualquier cosa que se pueda expresar únicamente mediante el diálogo.

El cine es otra cosa: puesta en escena.

El único tipo de adaptación válida es la adaptación del director, es decir, la que se basa en la reconversión de ideas literarias en términos de puesta en escena.

La situación es algo diferente en América, donde los guionistas, adaptadores y dialoguistas no son novelistas frustrados sino intelectuales al servicio del espectáculo, es decir, duchos en una gimnasia del espíritu que les permite pensar en imágenes, visualmente. Al adaptar Al este del Edén, Aurenche y Bost habrían escrito dieciocho escenas, mientras que la película consta de seis o siete muy largas. Habrían perdido una cuarta parte de la película presentando a los personajes, mientras Kazan nos los impone en plena acción. No le habrían dado la oportunidad a James Dean de bailar en medio de las judías porque es una escena a) muda, b) inútil.

La peor adaptación de Aurenche y Bost es la de Le diable au corps [1947]. Al principio de su novela, Radlguet explica el recuerdo que, poco antes de la guerra, le afectó más profundamente: la muerte de una loca en el tejado de una casa, su caída en una cristalera en medio de la aglomeración de curiosos mientras los bomberos intentan llegar a ella; Radiguet concluye: «SI insisto en este episodio es porque da a entender mejor que cualquier otro el extraño período de la guerra y cuánto me afectaba la poesía de las cosas, más que lo pintoresco».

En su adaptación, Aurenche y Bost sacrificarán continuamente la poesía por lo pintoresco; dividiendo el relato cronológico de Radiguet, nos impondrán, entre diversas vueltas atrás, un grotesco entierro, el de Marthe que, casi por puro vicio, ¡harán que coincida con el famoso 11 de noviembre del armisticio! La novela sufre, pues, una falsa mejoría, un embellecimiento tan escandaloso como las biografías truncadas de Paris-Match, por ejemplo, en las que, para «hacer bonito», el rewriter de turno se esforzará en hacer coincidir la muerte de cualquier genio con el nacimiento de otro que, veinte años más tarde, de un día para otro tendrá la revelación complementaria a la que orientó la carrera del primero, mientras pasea por una calle bordeada de castaños, precisamente la misma en la que Victor Hugo tuvo por primera vez la idea de emprender La leyenda de los siglos, en el momento preciso en que la bisabuela de Minout Drouet agonizaba viendo en la pared de su habitación al fantasma de Sócrates, que le decía «La música es lo único verdadero».

En la novela de Radiguet, cuando François se ha convertido en el amante de Marthe, la engaña una vez con una de sus amigas, una sueca, a la que ha invitado a merendar sin decirle que Marthe estaba ausente; sigue después un intento de violación por parte de François, y Radiguet concluye: «Sentía cuán censurable era mi conducta para la moral del momento, ya que, sin duda, éstas fueron las circunstancias que habían hecho que Svéa me pareciera tan preciosa. Si hubiera estado en otro sitio que no fuera la habitación de Marthe, ¿la habría deseado?».

Aurenche y Bost, al suprimir este episodio en su adaptación, simplifican el personaje de François «edulcorándolo»; suponiendo que las espectadoras de la película se identificaran con Marthe, sin duda sentirían una humillación ante esta escena a la que su simpatía por François-Gérard Philipe quizá no resistiría. Desde un cierto punto de vista, el suyo, Aurenche y Bost tienen razón: esta escena, en la película que escriben y que Claude Autant-Lara filmará por medio de grandes efectos, no «quedaría bien». ¿Por qué no quedaría bien? Porque están transformando una novela de moral o, más exactamente, la novela de un moralista en una comedia ligera.

El libro está escrito en primera persona con un retroceso de algunos años: «Voy a exponerme a reproches. Pero ¿qué puedo hacer al respecto? ¿Es culpa mía que tuviera doce años y pocos meses antes de la declaración de la guerra?». Este retroceso, esta distancia, permiten a Radiguet asentar un juicio moral en hechos inmorales. Al suprimir el «yo» del narrador, Aurenche y Bost «objetivan» el relato y, más que adaptar una novela llamada Le diable au corps, llevan a la pantalla una recapitulación de las anécdotas y los sucesos que aparecen en esta novela. Radiguet y François eran una única persona. Aurenche y Bost matan fríamente a Radiguet, ocupan su lugar y accionan con sus manazas un títere irrisorio llamado François que se mantiene en pie mediante hilos. Novela de adolescente precoz, Le diable au corps se convierte, de alguna manera, en el relato de esta aventura contado por adultos, lo que habría sido si lo hubieran escrito los padres de François, la madre de Marthe, la portera o los vecinos-voyeurs… ¡y cotillas!

La mejor prueba de lo que he mencionado es que el público de la película se ríe bastante vilmente de los personajes cada vez que François miente a sus padres o a Marthe, mientras que es imposible reírse cuando se lee el libro.
Al leer a Balzac o a Stendhal, a veces nos sorprende el comportamiento imprevisto e imprevisible de un determinado personaje que de pronto se vuelve sublime, ensalzándose a una grandeza de espíritu que le hace parecer superior al narrador hasta el punto de que olvidamos que ha sido creado por Balzac o Stendhal. No corremos este riesgo cuando vemos las películas de Aurenche y Bost, que sólo pueden crear, en el mejor de los casos, a Bouvard y a Pécuchet (véase La travesía de París [La traversée de Paris, 1956]), pero, indudablemente, nunca a madame de Mortsauf ni a la Sanseverina.

En conclusión, el problema de la adaptación es un falso problema. No hay ninguna receta, ninguna fórmula mágica. Sólo cuenta el éxito de la película y este éxito va ligado exclusivamente a la personalidad del director. Si Jean Seberg no hubiera sido dirigida tan admirablemente por Otto Preminger en Buenos días, tristeza [Bonjour tristesse, 1958], si el mismo guión hubiera sido filmado sin cambiar ni una sola coma, con los mismos ángulos, por Jean Delannoy, con Annie Girardot o Anne Doat en el papel de Cécile, tendríamos derecho a escribir que la adaptación de Buenos días, tristeza es mala.

No hay, pues, ni buenas ni malas adaptaciones. Tampoco hay buenas o malas películas. Solamente hay autores de películas y su política, por las circunstancias, irreprochable.

(La revue des lettres modernes, verano de 1958)

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